Una Historia de Niños Parte I
Nos enseñan desde niños que nuestro universo es infinito, que hay tantas galaxias como granos de arena en la playa. Sabemos, también, que vivimos en una realidad en donde todo está en continuo movimiento: los átomos, los planetas, las estrellas, todo. Sin embargo, hace unos cuantos millones de años, en medio de todo ese caos, se formó una bola de roca y agua al que llamamos hogar, la Tierra. En este vasto mundo en el que vivimos ya somos unos siete mil millones de habitantes. Una cantidad considerablemente grande para pensar que dos almas puedan encontrarse, ¿no creen?
Divididos en continentes, que a su vez se dividen en países, nos hemos desplegado a través del globo terráqueo. Resulta que entre esas muchas divisiones hay un país bastante pequeño llamado Ecuador, en donde hay una ciudad aún más pequeña llamada Guayaquil, y en el lado sur de esta infinitesimalmente pequeña región del universo nací hace casi 25 años. Miro hacia arriba y me imagino lo insignificante que soy.
Mi historia comienza en este remoto lado sur de la ciudad en donde desde que tengo memoria la estoy buscando a ella. Cierto, no se las he presentado. Es una graciosa historia. Cuando tenía siete años estaba jugando en mi bicicleta junto a otros niños del barrio. Iba a toda velocidad por las veredas y la emoción del momento no me dejó percatar que un grupo de niñas cruzaban justo enfrente de mí. Frené a raya pero el choque era inevitable, como último recurso giré hacia el patio de un vecino y terminé estrellado contra su muro. Caí sobre el jardín, tendido del dolor y con lágrimas en mis ojos. Ahí fue cuando la escuché por primera vez.
- “Niño, ¿estás bien?”, me preguntaba con su dulce y primaveral voz. Debe haber tenido unos cinco años en ese momento.
- “Estoy bien.”, respondí de inmediato para demostrar que era un niño grande y fuerte. No sé si tal vez era el fuerte impacto o la intensidad del sol aquella mañana, pero solo alcancé a distinguir su linda sonrisa y su destellante cabello rubio. En ese momento, en mi inocencia, debo haber pensado que veía un ángel.
- “Qué bueno que no te pasó nada. Adiós, cuídate y ten más cuidado”, volvió a sonreír y se marchó con las que creí que eran sus hermanas.
No volví a verla después de aquel incidente pero su voz, risa y cabello se impregnaron en mi ser desde aquel instante. Tal vez algún día volvería a verla. O al menos eso pensé, aunque no sucediera por lo pronto.
El tiempo pasó y mi vida siguió, sin rastro de aquella dulce niña.
Era mi doceavo cumpleaños. Aquel año mi familia había preparado una fiesta sorpresa a la salida de mis clases. Como era costumbre, al sonar el timbre, salí del colegio y me dispuse a ir caminando con mis dos hermanos a casa. Habíamos tomado nuestro camino de siempre y noté que había un domicilio cerca de donde viven mis abuelos en la que estaba estacionado un camión, de esos que sirven para mudanzas. Mientras nos acercábamos me di cuenta que la familia que se mudaba estaba formado por un grupo de chicas, probablemente todas hermanas.
Comencé a recordar el suceso de la bicicleta, había sido muy cerca de ahí, ¿será posible que aquí viva la niña del cabello dorado? Intenté acercarme a ver si finalmente me reencontraría con ella. En ese preciso instante a mis hermanos se les ocurrió hacer uno de nuestros muchos traviesos juegos y tocar el timbre de los vecinos para luego salir corriendo.
- “¡Hermano, corre!”, me gritó el pequeño Patricio. Ambos salieron a toda velocidad del lugar y yo no tuve otra opción más que correr.
Traté de pasar por la casa que me tenía intrigado y fue cuando volvió a suceder. Mientras pasaba junto al camión, la escuché:
- “Mamá, ya están todas mis cosas en el carro de la mudanza.”, levantaba su voz para avisarle a su madre. Era la misma dulce voz de hace algunos años, esta vez acompañada de un olor a maracuyá fresca y violetas que invadió mi olfato y quedó imbuido en mi memoria. ¡Qué delicioso aroma!, pensé en ese momento. Rogaba por un nombre y el cielo me lo concedió.
- “Está bien, Emma. Ya regresa a casa para que me ayudes con las cosas de tus hermanas.”, le respondió su mamá. Emma, ahora ya sé su nombre. Tengo que regresar cuanto antes. Tal vez aún no se van a ir.
Llegué a casa y me encontré con toda mi familia reunida gritando a todo pulmón: “¡Sorpresa!”. Ooops, tal vez no pueda volver a salir tan rápido como esperaba. No dejaba de pensar en que quería terminar de comer y cortar el pastel los más pronto posible para salir a buscar a Emma.
Celebré mi doceavo cumpleaños con la epifanía del maravilloso regalo que había recibido, no dejaba de pensar en ella. Después de tanto tiempo he recibido una hermosa recompensa a todas las tristezas y malos ratos de mis primeros años de existencia. Todo el mundo me deseaba un feliz cumpleaños. Mi padre me regaló un libro, que aún guardo afectuosamente, en el que escribió: “Jacob, en este, tu décimo segundo cumpleaños, quiero desearte lo mejor de la vida, hijo. Recuerda que el universo es el límite. Nunca dejes de soñar.”, qué palabras tan apropiadas para el momento.
Al terminar la pequeña fiesta sorpresa, salí disparado de mi casa a verla. Tomé mi bicicleta y pedaleé como nunca antes. Soñaba despierto con su voz, su aroma, su sonrisa, sus cabellos dorados. Había tanto que contarle, tanto para ponernos al día. Quería que supiera que la recordaba, que podíamos ser aún solo unos niños pero que habían pasado ya cinco años de tenerla presente en mi memoria todos los días.
Llegué a su casa, pero el camión de la mudanza ya no estaba. Imaginé que tal vez se adelantó con las cosas pero que ella aún estaba en su hogar. Toqué el timbre rogando para que alguien abra la puerta. Una señora salió a la puerta y me miró con sorpresa. ¿Quién será ella?, pensaba.
- “Buenas tardes señora, ¿está Emma?”, pregunté con muchas ansias. La mirada de la mujer denotaba tristeza.
- “Disculpe joven, mi nieta ya se fue.”, me respondió con cierta nostalgia la señora, que además me dijo que su nombre era Marie. Al parecer, mi dulce niña se había marchado hace unos instantes a vivir a otra ciudad. “¿Quién es usted niño?”, preguntaba su abuelita. Después de meditar un poco mi respuesta respondí.
- “Mi nombre es Jacob, señora. Hoy cumplí doce años y no soy nadie.”, me despedí con mucha amabilidad y la señora delató una leve sonrisa con mi respuesta. Creo que sospechaba que había algo en su nieta que simplemente me encantaba.
Tomé mi bicicleta pero decidí irme a pie a casa. Aquel día mi niñez se terminó y no volví a ver a Emma. Comenzaba mi adolescencia y me preparaba para lo que la vida arrojara. Esta historia de niños no acaba aquí pero se las terminaré de contar en otra ocasión. Ahora debo irme, mas en un par de días continuamos…
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