Esa Súbita Explosión

Y de pronto una súbita explosión, se puede escuchar el eco del gozo de sus autores. Empiezo entonces una carrera entre millones de competidores por alcanzar el premio mayor. Corro a gran velocidad, parece que nadie puede alcanzarme. Al final tengo éxito. ¿Cuál es mi premio? Una estadía con todos los gastos pagados en un hotel de lujo durante un ciclo prologando de tiempo. Durante este período de reposo puedo escuchar voces, me hablan con ternura, me desean lo mejor. Siento por primera vez lo que es el cariño.

Tras una larga permanencia en mi acogedora alcoba, se anuncia mi partida. Siento tristeza de terminar esta primera etapa. No puedo sonreír, aún no. Me toman por las piernas y me halan con fuerza. Experimento lo que es la luz, el calor, el frío. Me siento desnudo, no solo de cuerpo, también de alma. Escucho un extraño sonido. Es mi llanto tras la reciente experiencia. Puedo escuchar las mismas voces que oí antes, pero ahora distingo algunos colores, algunas formas que no había percibido antes. Las voces comienzan a tomar forma y me sostienen con lo que parecen ser lágrimas en sus ojos.

A partir de aquí comienza un camino lleno de diversos episodios. Comencé con lo básico. Asimilar y reproducir los sonidos que escuchaba, aprendí lo que llaman palabras. Aprendí a comunicarme con ellos, a que entiendan lo que mi mente elaboraba. Después, el mayor de los esfuerzos, sentir la libertad, ejercitando el uso de mis piernas para empezar a recorrer lo que en un inicio era un mundo muy pequeño. Aprendí, con el tiempo, que a medida que uno crece todo lo que nos rodea crece junto a uno, siendo el infinito del universo la barrera final.

Usando estas dos primeras habilidades comienza lo que se considera la etapa de la ilustración, esa sed incansable de conocer más y más. De recorrer más y más. Ese curso toma aproximadamente doce años e incluye las relaciones que uno empieza a crear con otros con cualidades similares a las de uno. Doce años de cultivar la mente y el espíritu para un día ser finalmente libres. Libres de la ignorancia, los vicios, las cadenas opresoras, inclusive ser libre de la muerte si se cava lo suficientemente hondo para calar en la eternidad de la humanidad.

Ahora, camino bajo la lluvia y todas estas ideas vienen a mi cabeza. La transitan en un instante, revivo desde ese crucial momento que dio origen a todo, me aterra la idea de pensar en no haber ganado la carrera. ¿Qué habría sido de mí?  ¿Dónde estaría? 

Las gotas de agua caen sobre mi cráneo y en la profundidad de mi pensamiento las escucho retumbar como tambores que marcan el ritmo de la sinapsis de mis neuronas que generan ahora cada una de mis reflexiones.

El trayecto a casa es largo y pienso en la infinita cantidad de posibilidades de estar y no estar. Pienso en esos dos seres que me pusieron en este plano de la realidad, que me formaron, que me moldearon. Pienso en ella que me hace sentir vivo cada día, ella que me lleva hasta el cielo, que me acerca a la eternidad. Mi compañera. 

El agua sigue cayendo, las luces de los autos sobre la calle en la que camino son intensas. Los observo pasar a gran velocidad.

Y de pronto una súbita explosión, uno de los autos pierde el control por lo resbaladizo del asfalto que ahora es como espuma. Se estrella y genera el sonido que acabo de escuchar. Dos vidas acaban de perderse, dos vidas se terminaron. Me detengo y me doy cuenta que la vida se compone de esas explosiones que nos dan la vida y nos la quitan. 

Llego a casa, la abrazo a ella, la beso, le digo que lo es todo para mí. Muchas fotografías nuestras adornan las paredes y muebles de la sala. Tomo el teléfono, los llamo a ellos, realmente los amo, se los digo, les cuento lo que acaba de pasar. La llamada es corta pero concisa. Jamás me había sentido más vivo. Vuelvo a ella y ahora la tomo entre mis brazos con mucha fuerza, le digo cuanto la amo, la necesito. Empieza el baile de besos y caricias que nos envuelven, que nos hacen uno solo. Y de pronto, una súbita explosión…

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